Queridos zaragozanos, queridos aragoneses, queridos visitantes de otros lugares, familiares presentes, compañeros escritores, amigos como Manuel Vilas, Juan Bolea, Antón Castro y Luis Alegre y, muy especialmente, José Luis Corral y Rosario Raro:
Supone para mí una gran alegría compartir con todos vosotros esta apertura de la trigésima Feria del Libro de Zaragoza. Agradezco a todas las personas de la Comisión Permanente del libro de Zaragoza (COPELI), a su presidente César Muñío, a las instituciones implicadas en la organización —Diputación de Zaragoza, Ayuntamiento de Zaragoza, Gobierno de Aragón— y a los demás colaboradores, su invitación para que hoy pueda estar aquí compartiendo la satisfacción de ver cómo, un año más, los libros siguen despertando ganas e ilusión. Yo vengo con la misma ilusión que en mi primera feria —fue en 2012 y me presentó José Luis Corral en el patio de Capitanía; estaba muy nerviosa, pero él lo hizo fácil—; un poco más feliz por el honor de ser pregonera; y con el orgullo de haber traído a mi tierra el premio Planeta 2022 con mi novela Lejos de Luisiana.
Desde que publiqué Palmeras en la nieve en 2012, he recorrido toda España y gran parte de Latinoamérica, entrando en contacto con cientos de personas y participando en muchos encuentros literarios, actos promocionales y ferias del libro. Pero allá donde voy nunca olvido mis orígenes ni aquellos lugares que han formado parte de mi vida y que han sido y son importantes para mí, como es el caso de Zaragoza.
Aquí viví veinte años. Estudié en la Facultad de Filosofía y Letras. Aprobé la oposición como profesora titular de escuela universitaria. Y fundé mi familia. Luego decidí cambiar de vida, mudarme a Benasque y escribir mi primera novela. Este sería un resumen de mi biografía, ya más o menos conocida. Pero debo añadir otros datos para completarla.
Decía Ludwig Tieck (escritor alemán e hispanista del romanticismo) que estamos hechos de literatura; también decía Clemmens Brentano (escritor y poeta alemán) que una enorme cantidad de nuestras acciones está determinada maquinalmente por las novelas. Así que a la labor de mis padres y de mis primeras maestras del colegio y a mis profesores de secundaria, al hecho de haber nacido y vivido en las tierras del Alto Aragón, entre el Monzón templario y el Cerler de cumbres nevadas, y a mi experiencia de estudiar un año en California, debo añadir mis lecturas de la infancia, la adolescencia, la juventud y la madurez para comprender cómo he llegado a ser quien soy. Hoy me quiero centrar en lo que aprendí en la Universidad de Zaragoza, en aquellas lecturas que moldearon mi pensamiento.
Durante los años universitarios y los estudios de doctorado, seguí la evolución de las corrientes de los estudios culturales. De todos los profesores de la carrera, quiero resaltar al doctor José Ángel García Landa, pues aprendí muchísimo de sus cursos de literatura y crítica literaria.
Cuando llegué a la universidad, estaban de moda el estructuralismo y la intertextualidad. Estudiamos a Roman Jakobson, Roland Barthes, Jonathan Culler, Tzvetan Todorov, Mijaíl Bajtín, Gerard Genette y Algirdas Greimas, entre otros. Yo, que me leía con devoción las biografías de los autores, me extrañé inicialmente ante esas ideas de que nada había fuera del texto, que el discurso escrito y el lector eran más relevantes que el autor, que los textos dialogaban entre ellos en continua reactualización de citas infinitas. Se hablaba de la muerte del autor y de que solamente la lingüística podía otorgarle a la literatura el rigor analítico que requería. Me quedé con dos ideas; la primera: que no hay un sujeto absoluto que interprete las obras como surgieron de la mente del autor sino múltiples interpretaciones. Y la segunda: la utilidad de la narratología como herramienta para estructurar un texto, la conciencia de cómo articular técnicamente un relato, que tan útil me ha resultado como escritora.
Enseguida irrumpieron con fuerza los estudios sobre la postmodernidad, una palabra que definía tanto la época tras la segunda guerra mundial como un amplio número de movimientos artísticos, culturales, literarios y filosóficos del siglo XX de los que somos herederos directos. Estudiamos a los filósofos Michel Foucault, Jacques Derrida, Jean-Francois Lyotard y Gianni Vattimo y nos acostumbramos a nuevos términos como postestructuralismo, deconstrucción, condición postmoderna y pensamiento débil. Estudiamos a Linda Hutcheon y a los sociólogos Jean Baudrillard y Gilles Lipovetsky y empezamos a hablar de metaficción, hiperrealidad y de la era del vacío. Y desde la historiografía y los estudios postcoloniales, aprendimos que la historia no es como nos la habían contado o, siendo más precisos, que el realismo histórico de los historiadores decimonónicos era más ficción que otra cosa.
De todos estos estudios, me quedé con varias ideas que explicaban cómo veía yo la época que me había tocado vivir. En aquel momento cercano al cambio de siglo, había optimismo, porque a la juventud nos atraían conceptos como la muerte de las grandes narrativas y la aceptación de la pluralidad de perspectivas, que no hubiera grandes verdades, ni modelos cerrados; o el hecho de que en el arte se mezclaran códigos y estilos y surgieran nuevas perspectivas de género y nuevas perspectivas étnicas; que no hubiera una condición universal, única, esencial, sino una variedad de enfoques y visiones de las cosas.
Comenzó la revolución propiciada por las nuevas tecnologías e Internet, que afectó también a la literatura y que se ha consolidado como uno de los signos de nuestros tiempos. Tenemos literatura electrónica al margen del mundo impreso. Tenemos narrativas transmedia. Un texto crece en diferentes formatos, se traduce en imágenes, se transforma en películas o series de televisión, se comenta y transforma en los blogs, se convierte en comic o en video juego. En vez de cultura se habla de productos culturales, y en el nuevo escenario triunfa la cultura del consumo y la cultura de masas. Y en este nuevo reordenamiento cultural, todo el mundo puede opinar a través de las redes sociales.
Nos creímos que con la postmodernidad se habían terminado los grandes relatos; sin embargo, la globalización surgió como un nuevo gran relato, lo que llevó a la filósofa española Rosa María Rodríguez Magda a acuñar el término transmodernidad para referirse a un mundo en constante transformación, conectado transnacionalmente, en el que la información se transmite en tiempo real; un mundo transcultural, ahora también transgénero, en el que la creación es transtextual y la innovación es transvanguardia.
La transmodernidad sería a algo así como la postmodernidad superada y, a la vez, el comienzo de la era de las paradojas.
Aquello que pensábamos de que se había abierto el camino a la tolerancia, al pluralismo y a la diversidad; aquella condición postmoderna optimista de la variabilidad, provisionalidad, fragmentación y fugacidad ha convertido a nuestra sociedad en una sustancia líquida, inasible e incomprensible, definida por el sociólogo polaco Zygmunt Bauman como la sociedad líquida.
En ausencia de una verdad absoluta se obtienen opiniones subjetivas, lo cual debería haber conducido a mayores niveles de tolerancia. Irónicamente ha ocurrido lo contrario. Nos estamos aislando en nuestras opiniones subjetivas. Nos hemos vuelto desconfiados de los otros y de las reivindicaciones de los otros. Y ni siquiera nos estamos dando cuenta del peligro de la politización de todas las áreas de nuestra vida, incluso de la amenaza que se cierne sobre la cultura, con la censura y la cancelación, peligro del que nos ha advertido el filósofo Rüdiger Safransky. Sin darnos cuenta, nos hemos convertido en una sociedad cansada que trata de expulsar lo distinto y se adapta al infierno de lo igual, utilizando las palabras del filósofo Byung Chul Han.
Nos hemos sumado a las nuevas tecnologías y a los avances de la inteligencia artificial sin percatarnos de que nos acabaríamos convirtiendo en una sociedad carcomida por la nostalgia, como explica Svetlana Boym; o que resurgirían los nacionalismos y los populismos que atacarían nuestro concepto de democracia.
En un ejemplo de ironía y de que la vida no es sino circular, asistimos ahora a una resurrección del autor. Nunca antes había importado tanto su vida, su procedencia, su ideología, su forma de vida, sus gustos, sus preferencias, su género, su etnia, su trauma. Hoy hay tantas voces en la literatura que tal vez nos estemos acercando a la idea del historiador de arte Ernst Gombrich que decía que en realidad el arte no existe, sino que solo hay artistas.
Estos cambios tan rápidos de escenario y de modelos, resultan vertiginosos, difíciles de asimilar. A mí, lo que me reconforta es que, siendo consciente de que cada generación fabrica su propio discurso, si hay algo muy antiguo que no ha cambiado ni cambiará es la necesidad de contar historias y la necesidad de leerlas y escucharlas, en el formato que sea. Se sigue leyendo y se sigue escribiendo. Incluso los índices de lectura han aumentado desde la pandemia de 2020.
Los autores escribimos por muchas razones: algunos tienen como misión hacer la vida más feliz al lector; otros escriben como terapia, como evasión, para exteriorizar su amargura por una vida difícil o una larga enfermedad, para exteriorizar un trauma (en la actualidad cuántos traumas salen a la luz en la abundante autoficción); otros sienten que deben denunciar injusticias; algunos sienten una pulsión divulgativa y didáctica.
Pero todos escribimos porque alguien nos lee.
De los muchos beneficios ya sabidos que proporciona la lectura yo me quedo con dos: no hay otro lugar mejor para encontrar el sosiego que perderse en el viaje trepidante de un libro; y la lectura me ayuda a reflexionar sobre el pasado y la época que me ha tocado vivir y a comprender a otros que no son yo.
Voy terminando. No podemos olvidar que se lee y se escribe porque hay una extensa cadena que conecta la historia que un escritor imaginó con la mente de un lector que interpreta esa historia a través de una secuencia de pasos intermedios. Existen los agentes literarios, los editores, los diseñadores, los responsables de comunicación, los equipos de marketing, las redes comerciales, los responsables de compras de grandes superficies, los libreros independientes y ya por fin, los lectores, como vosotros, como yo. Gracias a este engranaje estamos hoy aquí, disfrutando de pertenecer a ese grupo interminable, en continua creación, de lectores, definidos sabiamente por Márquez como aquella descomunal muchedumbre con el alma abierta para ser llenada de mensajes…
Este es mi consejo para esta feria y para la vida. Seguid con el alma abierta. Sigamos con el alma abierta. Con ilusión. Que no nos carcoma la nostalgia.
Disfrutemos de la magia plural e infinita de la literatura. A pesar de todo.
Al fin y al cabo, la literatura existe porque la vida no basta, como dice el poeta portugués Ferreira Gullar.
Muchas gracias por vuestra atención, muchas gracias por seguir leyendo, y que sea esta una feria fructífera y feliz.
Luz Gabás
Zaragoza, 3 de junio de 2023