
Los textos ganadores, después de varias deliberaciones del jurado, son:
Primer premio: Paniculata, de Alicia Pilar Posac Castán
Es tu voz la que me anuncia la parada. Enlatada, robótica, ciertamente extraña. Recuerdo que a veces te llamaba y tú, bromeando, me respondías con un “pasen a la parte trasera del autobús, gracias”. Te has marchado y yo no puedo dejar de hacer la ruta del treinta y cuatro. Compro flores, tantas que la señora de la tienda me ha preguntado si quiere que las dejemos encargadas y que me las envíe a alguna dirección. Pero quiero hacerlo en persona. Me gusta así, como el pescado. Que no es lo mismo que verlo con tus propios ojos en el mercado. No he vuelto a comer rodaballo. Me niego a disfrutarlo sin tenerte enfrente relamiéndote los dedos, con los labios brillantes del ajilimojili. Qué palabra tan ridícula pero ya me entiendes. Y me gusta traértelas yo. A lo mejor un día me da por hacer un giro de guion y me bajo una parada antes. En el parque de atracciones. Me imagino la escena; un tío loco en el Revolution con un ramo de flores
en la mano. La paniculata agitada por los aires. Me pregunto si seré uno de esos nostálgicos que no pueden dejar de llamar al contestador de su ser querido durante años. Creo que esto es peor. Porque no puedo dejarte ni un triste mensaje.
Segundo premio: Las voces (interiores) del 41, de Iván Aybar Jiménez
Nil y sus trece años acomodaron su violonchelo en la zona para carritos cuyos diminutos ocupantes cantaban en clave de soles. Sacó de su colorida bolsa de partituras un cuento infantil recién comprado y leyó de un tirón la historia de una voz que escapa de la boca de su dueño y viaja por medio mundo, dejando a su humano sin decir ni mú. Sonrió imaginando qué pasaría si la voz del Señor Bianchi se colase en el autobús y entrase un ratico en la cabeza de sus ocupantes. ¿Qué narraría después al bueno de Cossimo? ¿Acaso que Isabel, aquella mujer mexicana que apoyaba su mejilla emocionada en el cristal, contaba los días para reunirse con sus hijos, tras cinco años sintiéndose un pentagrama sin notas? ¿O quizá que Mateo imaginaba, mordiéndose las uñas, ochenta maneras y media (naranja) de contar a sus padres que su novia en realidad, se llama Miguel? ¿O confesaría al Señor Bianchi que los lectores de tarjetas de los autobuses tienen alma, y emiten un “bip” más melodioso cuando detectan personas felices? Por eso a las 11:53 se ha escuchado uno que sonaba a primavera (de Vivaldi), justo cuando Rosa ha subido en la parada del Clínico después de saber que el tumor remitía. O seguramente la voz de Cossimo Bianchi se guardaría esos secretos, porque esas voces (interiores) del 41 son las notas que dibujan los latidos del corazón del autobús. Y todo el mundo sabe que los autobuses no hablan. ¿O sí?
Este microrrelato está inspirado en El asombroso viaje de la voz del señor Bianchi, de Pepe Serrano (Anaya, 2014).
Premio mención especial: BIP, de Andrea Pizarro Soria
El cierzo arrecia al llegar la última chica a la puerta. Lleva corriendo un buen trecho, gesticulando y haciendo señas al conductor. Entra en el último instante, las puertas se cierran con su exhalación. Un segundo más y no llega: otra falta, otra bronca. Pero no hoy. «BIP».
El sol agrede rabioso, arrancándole fuego a las aceras. El sudor perla la frente del señor que arrastra sus bolsas a duras penas. Un desconocido le ofrece amable una mano. Escalón, tirón y adentro. El aire acondicionado calma su piel, el asiento lleva prácticamente su nombre puesto. Gracias, cielo. «BIP».
La lluvia empapa la marquesina, la gente espera chipiada. Un joven rehúye la mirada, agradeciendo la humedad que disimula las lágrimas y alimenta sus flores. Cuando aparece, mismo destello rojo de siempre, cierra los ojos deseando que sea el último trayecto. La última parada en el hospital; luego seguirán adelante, hacia el parque. Luego mejorará. «BIP».
Las luces ya prendidas iluminan la noche. Una señora trajeada observa a las jóvenes de vestidos brillantes que descienden risueñas. Ella va a casa, el maletín repleto de impresos. Ellas van de marcha, los bolsos llenos de sueños. Quien fuera joven de nuevo, piensa; pero recuerda su cama, su perro. Sonríe. «BIP».
Con el último «BIP», última tarjeta contra la máquina, terminan los viajes del día. Al final del trayecto se apeará el anciano. Constante y perpetuo pasajero, dirá hasta mañana. Volverá, a sentarse en el viejo autobús, para ver la vida del resto pasar. «BIP».